
Cuando lo conocí por aquella página de internet, me impresionó su tamaño, y el hecho de que para ser un chico grande tuviera aún una tez tan turgente y sonrosada, así como entre la salud, el sonrojamiento y la excitación extrema, mezcla que no puede ser otra cosa que fantástica.
Impaciente por nuestra primera cita, había fantaseado con nuestro encuentro repetidas veces, y esa fantasía siempre concluía en fuegos artificiales seguidos de una breve inconsciencia y una sonrisa traviesa en ambos pares de labios: los horizontales y los verticales.
Por fin llegó el momento de vernos en persona y, arrebatada por un sentimiento que no podría calificar más que como flechazo físico, sin una sola palabra, me abracé a él y me lo llevé a casa.
Llené el dormitorio de velas, puse música sexy, encendí la luz roja de mi mesita de noche… Él me miraba fijamente, casi sonriendo, sin decirme nada todavía, pero hablándole a gritos a mi líbido desde su imponente presencia.
Me desnudé para él muy lentamente, me pellizqué los pechos con los dedos mojados en saliva, masajeé mi clítoris con lubricante estimulante y, cuando estuve lista para recibirlo, lo acerqué a mí con intención brusca… Y él instantáneamente empezó a temblar. Pero profusamente y dentro de mi vagina.
Sí, le había dado al botón de ON. Y sí, la cita de aquella noche era conmigo misma y mi placer. El amigo tembloroso que me satisfacía servilmente no era otra cosa que mi vibrador de silicona modelo oruga con dos cabezas, antenas en las puntas y baterías alcalinas de larga duración. Una joya, qué quieren que les diga.
Danzamos en la penumbra durante tiempo incalculado: las dos cabezas en mi coño (una ronroneando dentro, la otra zumbando a sus puertas), la cabeza del gigante taladrándome por delante y su versión reducida incursionando por detrás, mi mano izquierda (siempre puede quedar una mano libre en estas circunstancias) manoseando mi anatomía sin orden ni concierto y mis párpados dados vuelta de tanto temblor sin nombre.
Terminado el evento con gemidos sin eco y un orgasmo que sólo me pertenecía a mí, apagué a mi amigo y me dispuse a dormir, esbozando las mismas sonrisas descritas en mi fantasía.
Mi perra Pochola se acurrucó a mis pies. Yo caí rendida. Soñé, pero no con angelitos precisamente. El único “pero” fue que mi vibrador no me despertó a la mañana siguiente con una erección… Él no era humano, había que encenderlo. Y al amanecer, tras una noche intensa, lo que yo quiero es que me enciendan a mí. Con premeditación, alevosía y sin previo aviso. Como debe ser cuando aprietan las ganas.
(Ésta es una historia basada en hechos irreales de la vida. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Ningún amigo tembloroso, vibrador de una o dos cabezas, lubricante estimulante ni batería alcalina de larga duración ha sufrido daños durante la redacción de este texto. Las citas conmigo misma siguen concluyendo con una sonrisa – horizontal y vertical -, aunque yo sigo prefiriendo irme a la cama con un hombre que con un objeto animado, por muy animado que sea… Para que los machos interesados lo tengan en cuenta).
© Lola Mento
P.D. Y ahora, el minuto musical del día: he aquí una oda moderna a los “amigos a pilas”. Que ustedes lo bailen bien!!!